Anoche, cuando estaba a punto de conciliar un sueño tranquilo, nuestro pequeño perro comienza a gruñir como siempre hace cuando detecta a algún desconocido. Insiste lo suficiente para ponerme nervioso y hacerme tratar de elucidar si realmente hay alguien detrás de las cortinas, al otro lado de la ventana. Pasan más de veinte minutos antes de que el perro vuelva a serenarse, pero yo no podré dormir sino hasta las 4 a.m., así se suma un día más de insomnio a las casi dos semanas que van detrás.
Cuando por fin duermo, sueño esto:
De noche, en las calles de una ciudad nevada, camino pesadamente con una canasta en la mano. Me aproximo a una puerta de lo que a todas luces es una enorme librería, miro a mi alrededor y dejo la canasta bajo el dintel. Remuevo un poco los trapos en el canasto, dentro descansa plácidamente un pequeño gato color crema de manchas grises, lo acaricio y me marcho. A pocas calles de ahí se levanta un puente sobre un río tranquilo, miro a mi alrededor por última vez y me lanzo a las aguas, me dejo hundir. Sobreviene un lapso de oscuridad y confusión, entonces abruptamente despierto.
Estoy en un cuarto en penumbra, tengo la certeza de que han pasado varios días, al final de la cama está sentada una mujer (que en la mal llamada vida real sí conozco), tiene el gato en su regazo, se levanta y me mira fijamente, más que con compasión, con una suerte de inquietud y curiosidad combinada, entonces sonríe y dice, mirando a un lado con los ojos cerrados: "Regularmente no me meto con el infierno de los demás, pero esta vez ha sido el mismo Satán quien me ha pedido intervenir" [¿Por qué buscan tanto esta frase desde Perú? Por favor mandame un e-mail si tú sabes por qué, gracias].
Poco tiempo después es de día, escribo estos mismos eventos en una carta, en una hoja de un papel grueso y pesado como nunca he visto, con unas elegantes letras de tinta largas de cuerpo angosto y diminuto.
Al final firmo la carta: mi nombre es August Strindberg...
Cuando por fin duermo, sueño esto:
De noche, en las calles de una ciudad nevada, camino pesadamente con una canasta en la mano. Me aproximo a una puerta de lo que a todas luces es una enorme librería, miro a mi alrededor y dejo la canasta bajo el dintel. Remuevo un poco los trapos en el canasto, dentro descansa plácidamente un pequeño gato color crema de manchas grises, lo acaricio y me marcho. A pocas calles de ahí se levanta un puente sobre un río tranquilo, miro a mi alrededor por última vez y me lanzo a las aguas, me dejo hundir. Sobreviene un lapso de oscuridad y confusión, entonces abruptamente despierto.
Estoy en un cuarto en penumbra, tengo la certeza de que han pasado varios días, al final de la cama está sentada una mujer (que en la mal llamada vida real sí conozco), tiene el gato en su regazo, se levanta y me mira fijamente, más que con compasión, con una suerte de inquietud y curiosidad combinada, entonces sonríe y dice, mirando a un lado con los ojos cerrados: "Regularmente no me meto con el infierno de los demás, pero esta vez ha sido el mismo Satán quien me ha pedido intervenir" [¿Por qué buscan tanto esta frase desde Perú? Por favor mandame un e-mail si tú sabes por qué, gracias].
Poco tiempo después es de día, escribo estos mismos eventos en una carta, en una hoja de un papel grueso y pesado como nunca he visto, con unas elegantes letras de tinta largas de cuerpo angosto y diminuto.
Al final firmo la carta: mi nombre es August Strindberg...
Imagen: Retrato de Edward Munch a Strindberg, c. 1890.