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12.19.2005
12.10.2005
Mi nombre es Lucas
1.
Mi nombre es Lucas. Yo no escogí ese nombre, me fue impuesto desde hace mucho tiempo atrás. Vivo entre seres que no son como yo, todo lo que me rodea es muy distinto a mí. He dedicado gran parte de mi vida a tratar de entender cuáles son las reglas que rigen este mundo, pero lo único que sé es que, en menor o mayor medida, todos comparten la misma confusión.
Al principio las cosas eran sencillas. Mi infancia fue muy placentera, aunque sólo recuerdo una cálida oscuridad, el embriagador aroma de mi madre, la humedad de la leche materna en la boca. Rememorar su sabor inmediatamente me produce una sensación de seguridad y me aferro a esa memoria cada vez que estoy en peligro. Nunca volvería a tener tanta certidumbre.
No sé cuánto tiempo duró esa vida, en ese entonces no sabía contar los días. En todo caso fue muy poco: Una brusca transición de la oscuridad a la luz señala la separación de mi madre. Entonces inmediatamente sigue esto, este lugar. Me rodean unas inmensas planicies verdes, los árboles son escasos. Todo es vegetal, hasta donde alcanza la vista.
Y están los hombres, las mujeres, los niños. Van de un lado al otro, se reúnen y se miran entre sí, se organizan. O no hacen nada, simplemente sentados o de pie, parece que nada pasa, pero sé que no es así. Todo lo hacen de una forma misteriosa, todo tiene un plan, un fin. Me ha costado mucho tiempo y observación minuciosa entender que todo lo que hacen no se debe al azar. Hay reglas, siempre las hay. Y yo quiero entender esas reglas.
Al principio me llevaban de un lugar a otro, con una fuerza irresistible. Era muy placentero y no tenía un papel particular, vivía para ser contemplado. Me sonreían y me acariciaban, a veces varias horas al día, especialmente las niñas. Entonces, una noche, llegó un anciano. Me tenía sentado en sus piernas y pasaba por mi espalda unas inmensas y pestilentes manos. No dejaba de estremecerme un extraño presentimiento.
El anciano habló:
– Éste es un excelente gato ratonero, ¿por qué está tan gordo?
– Nunca ha querido cazar.
– Ni lo hará si lo siguen consintiendo. Si quieres que este gato sirva para algo, enciérralo en el granero y no le des comida. Eso despertará sus instintos.
Esa misma noche me encerraron en una oscuridad a la que mis ojos se acostumbraron rápidamente. Tuve miedo y lloré por varias horas, pero nadie vino. Entonces comencé a explorar ese nuevo espacio hasta que memoricé cada objeto y cada vacío. Al día siguiente vi la luz del sol recorrer los resquicios entre las tablas de madera, llegó y se fue muy pronto. A la tarde del segundo día, sentí hambre por primera vez.
El hambre es como un viaje sin movimiento. Me llevó a un lugar que, aunque conocido, nunca había visto antes. Comencé a sentir un dolor y un cansancio que me destrozaba los nervios. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Por mi mente parpadeaba el recuerdo de mi madre y de las caricias humanas, mi boca se llenaba con el sabor espectral de la dulzura. Enfebrecí, inmerso en recuerdos de protección y comida. Era el final del viaje, porque este mundo nuevo resultó lleno de vida.
Con las patas en el suelo, replegué todo mi cuerpo y comencé a escuchar todo a mi alrededor. Y a aspirar intensamente. Mi mente comenzó a trazar líneas imaginarias, me di cuenta que, pese a las apariencias, no estaba sólo: Había un inmenso reino justo debajo de mí, arrastrándose súbitamente y golpeando los túneles con una creciente inquietud. Pues ese reino tenía miedo de mí. Podía oler su terror, escuchar sus gritos. Ellos podían presentirme, sabían algo que yo no sabía aún.
Y entonces sucedió: Embriagado por su temor me dirigí justo a donde asomaba un único agujero, miré fijamente escuchando todo el caos que me llegaba en oleadas de ecos. Allá abajo se estaba perpetuando un plan, un plan que, a diferencia de los planes humanos, poseía intenciones claras. Comenzó a invadirme una sensación de furia, furia violenta, pero completamente enfocada en el hedor y los murmullos que surgían de ese agujero, cada vez estaban más cerca. A ellos y a mí nos invadía esa misma rabia, cuando vi los primeros atisbos de esa forma de vida estuve a punto de abalanzarme, pero algo me sostuvo, espera, espera, era la voz del hambre. Del túnel surgió un animal pequeño y miserable, viejo, enfermo. Estaba gravemente herido pues sus iguales lo habían estado empujando a mordidas desde lo más profundo. Desesperado, el animal trataba de regresar pero no se lo permitieron. Muy pronto estuvo completamente fuera, me miró y me gritó con una voz bañada en rabia y pánico. Todo mi ser se arrojó a él, ciego e irracional. Hendí mis garras en la áspera piel, me llené la boca con la amargura de su sangre, de sus vísceras. Así supe por primera vez lo que era la muerte, a través de mis propios actos, para preservar mi vida.
Al día siguiente descubrieron los vestigios de mi matanza, lo cual causó una gran alegría entre mis captores. Me dejaron libre pero no me alimentaron de nuevo. Comencé a cazar habitualmente, ya nunca más dejaría de hacerlo.
2.
Todos los días he matado al menos una vez. Conozco detalladamente todo mi territorio de caza, he aprendido a emboscar y a caminar con sigilo. Muy pronto dejé de cazar ratones enfermos, ahora atacó todo lo que esté a mi alcancé. De vez en cuando la madriguera me arroja un ratón viejo, pero eso ya sólo les concede unas pocas horas de tregua.
Un día, en mis primeros tiempos de exploración, descubrí algo que me llenaría de más incertidumbre que nunca. En un lugar apartado de la casa hay un espacio rodeado de alambre de púas y cubierto de tablas de cartón. De su interior me llegaba un aroma extraño, indescriptible; así como un sonido incomprensible, pero vivo. Los hombres visitaban ese lugar con cierta frecuencia. Muy pronto descubrí un agujero y miré al interior. Allí había un ser como nunca antes había visto, su cuerpo estaba lleno de colores deslumbrantes y formas exóticas. Era bellísimo, pero sus ojos estaban vacíos de entendimiento, era completamente idiota.
Lo que sucedió después fue todavía más extraño. Llegó el hombre, abrió la complicada cerradura y comenzó a esparcir una pasta amarillenta en una fosa. Era comida. El animal comió indolente de la fosa hasta hartarse, incluso un poco más. Así fue como de nuevo todas mis certezas resultaron inválidas. Día a día me asomaba por el agujero en el cartón y veía a este ser misterioso engrosarse y prosperar. Las mujeres y la niña también lo visitaban y alimentaban, le hablaban con una voz falsa, más aguda, lo acariciaban y hacían chasquidos con la boca. Pero el animal era demasiado idiota para comprender el afecto. No podía darse cuenta, sólo se abalanzaba sobre la pasta y tragaba.
No entendí estos eventos, pero me dispuse a buscar una explicación. El recuerdo de la dulzura de mi vida anterior me dominó y me llenaba de una extraña envidia. Cada noche terminaba saturado de conjeturas. El tiempo pasó y comenzó a sentirse un clima helado, las presas escasearon y muy pronto comencé a cazar incluso insectos.
Una mañana tuve un presentimiento que me heló la sangre, caminé pesadamente hacia donde estaba el animal y miré por el agujero como de costumbre. Pero esta vez todo fue distinto, el hombre abrió la puerta y tomó al animal del cuello, lo sacó de su cautiverio y lo llevó al patio de la casa. Me fue fácil mirar desde el pasillo. El aire viciado del interior concentró el hedor del miedo que flotaba en el aire, así fue como supe de antemano lo que sucedería. Miré al hombre usar su fuerza brutal y romper el frágil cuello de su mimada criatura, le cortó la cabeza y después colgó el cuerpo sobre una olla, para vaciar su sangre, después lo dejó en carne viva. El resto de la tarde hubo mucha actividad que me dejó absorto: Fulgores, aromas y figuras que me eran completamente desconocidos. De vez en cuando reventaba una carcajada, mi mente se llenó de alucinaciones. El relincho herido de los caballos en el establo se mezclaba con mis pensamientos, me sentí atacado por una fiebre como nunca había conocido.
Aquella noche me aquejaron terribles pesadillas, donde mi cabeza aún viva atestiguaba a los hombres ritualizar y devorar mi cuerpo. Veía mis huesos amontonarse sobre la mesa y escuchaba sus carcajadas, más feroces que nunca. Vi un paisaje hecho de carne líquida bajo un cielo dorado, de donde emergía hinchado de vida el esqueleto del animal idiota. Me miraba fijamente con sus cuencas vacías, imprecándome, retándome desde su extraña e infinitamente superior relación con los hombres.
Esa madrugada, en medio de esta dolorosa fiebre, decidí ocultarme y nunca volver a tener el menor contacto con las personas.
3.
Pasó el tiempo y me habitué a mi nueva vida, me ocultaba de día y cazaba de noche. Con gran alivio descubrí que muy pronto otro animal ocupaba el lugar del anterior. Sabía lo que sucedería y cuándo. Era la única certeza en mi mundo. Tal y como predije, sucedió lo mismo, pero ya no me causó pesadillas. Y al año siguiente igual. Y al siguiente.
Pensé que esto sucedería para siempre, hasta que empecé a notar un patrón nuevo: La casa se hacia más grande, los vegetales se extendían más lejos. Incluso llegaron criaturas nuevas. Algunas fueron devoradas casi de inmediato, otras fueron despojadas poco a poco. Pero, más que nada, las personas engordaban.
Yo había desarrollado un escondite muy efectivo a un lado del granero, cerca del pozo para que nunca me faltara agua. Me ocultaba en un agujero espacioso y cómodo donde el calor y lo áspero de la tierra me mantenían al margen del resto de la actividad humana. Nada me distraía de mis pensamientos, así fue como pude notar el primer y casi imperceptible movimiento en la tierra. Sentí un temblor que permanecía constante y creciente, supe que algo estaba cada vez más cerca. De noche escalaba los árboles más altos y escudriñaba el aire. Me llegaban fragancias nuevas, ritmos terrestres incomprensibles. Y una noche vislumbré una luz terrible.
Durante los días, notaba cada vez más embriagador, más presente, el aroma del miedo. Miedo humano, que huele como ningún otro miedo. Ese hedor me permitía vislumbrar cosas indescriptibles, una maraña de imágenes reveladoras se desprendía de ese aroma. Me sentí conmocionado y excitado a la vez. Supe entonces que conocería muy pronto otro tipo de criatura.
Una noche los hombres se fueron, todos sus objetos quedaron en silencio. Creí que el significado de sus actividades quedaría oculto para siempre.
Pero no fue así, al día siguiente regresaron, pero no estaban solos. Con ellos llegaron otras criaturas que nunca había visto antes, pero tenían un olor abismal, indescriptible. Yo miré sin comprender al principio, ¿qué criaturas son estas? Y entonces llegó a mí la verdad: Insectos.
Insectos, sí, de piel bruñida y dura. Con caparazones metálicos imposibles de masticar, de espinas alargadas y filosas que se atoran en la garganta. Pero estos insectos eran inmensos, tan grandes como una persona, algunos incluso mucho más. Nunca vi sus ojos, pero vi con gran admiración los grandes esfuerzos que realizaban para imitar a los hombres, lo cual los hacía ver todavía más grotescos.
Así fue como finalmente conocí al cazador de lo que fueron mis captores. Vi que en lugar de usar sus manos usaban el grito, un grito letal que perfora los cuerpos. Pronto el resto de los insectos destruyeron los campos, saquearon la casa, vaciaron el granero y, finalmente, se llevaron a rastras a todos los animales que habían sido de las personas.
Pasaron dos largos días antes de que considerara seguro salir de mi escondite. A mi alrededor no quedaba nada de lo que había conocido antes. Ya no había fuego, ni gritos, Y en el aire ya no dominaba ese omnipresente aroma a miedo humano, tan intenso hacia unas pocas horas.
Lo más natural, en mi experiencia, es que habían sido devorados. El hedor del miedo siempre era el preludio ineludible del acto de devorar. Y, sin embargo, el rastro humano claramente estaba trazado en el aire, afirmando lo contrario. Me aproximé a una inmensa fosa, varias veces más grande que la fosa con la que alimentaban al animal idiota, allí los encontré a todos juntos, intocados pero sin duda vacíos. Así fue como tuve una nueva revelación sobre el orden del mundo: No sólo se devora la carne, hay algo más en la vida que, arrebatada, también alimenta.
Me aproximé impregnado con una extraña emoción a una de las manos más añoradas, los recuerdos de la primera dulzura y calidez palpitaban frenéticos en mi mente. Nunca más separaría esa nostalgia del aroma de la sangre.
Y los cuerpos, aquello era un hervidero de fragancias embriagantes, su percepción parecía describir toda la complejidad y misterio de su mundo a través de sus alimentos: vegetales, carne, materias para las que no tengo nombre… era un paisaje que en su negrura prometía una nueva vitalidad.
Así, me acerqué mucho más a esa mano y mi cuerpo hambriento vivió renovado el mismo empuje de la primera cacería. Mi dentellada dudó sólo un instante, un breve instante en que me invadió un extraño dilema.
Pero entonces recordé que, desde muy temprana edad, aprendí que el amor es un sacrificio…
| Hamletmaschine | 13:43
12.08.2005
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