Ayer, recostado con los electrodos pulsando en las palmas de las manos, después de una legión de visiones intraducibles (atisbos de acantilados, mares tan serenos como traicioneros, noches rojas y otras presencias vivas que se olvidaron de inmediato), me asaltan una cadena de atisbos inexorables. Despierto de ese sueño que no es sueño y navego el vértigo de la confusión, las turbulencias del reingreso a las resistencias hacia lo simbólico que sostienen lo real. Veo a A, B, C y a todos aquellos y aquellas de mis conocidos que ahora sufren su respectivo impasse. Pero atisbo también a X, Y y Z que lograron escapar de lo mismo (aunque difícilmente es justo, quizás incluso imposible, discutir en profundidad semejanzas o diferencias entre dos experiencias).
¿Exactamente qué acción crucial los liberó del peso de esa inmovilidad? No soy una persona de conclusiones, ninguna, las certezas me duran unos pocos instantes mientras contiende el contranálisis. Pero ayer, con la mirada en la blancura agrietada del techo y el dolor físico recorriéndome en oleadas, me parece percibir que su única estrategia en común es concentrar el miedo en un mismo punto, hacer de la expresión (cualquier expresión) el laboratorio de las ansiedades, perder la forma, respirar desde la herida...