5.28.2005

Todas las emociones son la misma emoción...


Si careces de ese morir y devenir...
eres sólo un triste huesped más en la tierra oscura.


Goethe



Es el momento de decirlo una vez más: Todas las emociones son la misma emoción, el mismo devenir interpretado ante el clímax de sus matices y la resolución de sus antípodas es simultánea. Interpretar
la gesticulación y el gruñido como alegría o apatía o cualquier otra emoción es en el fondo una cómoda abstracción y no justifica ninguno de nuestros actos, las emociones no tienen un nombre por sí mismas.

La palabra es ajena al movimiento del tiempo, sus sonidos no afectan físicamente los objetos. Una palabra dicha, incluso gritada, a un objeto inmóvil no puede conmoverla un milímetro, son formulaciones inhertes. (Pero la palabra tiene su propia vitalidad, sus dominios, su propio trazo y energía, pues es una intersección de realidades, es la voz de los muertos: sus semánticas mantienen perdurables destinos olvidados... y permite vislumbrar destinos futuros).

Con esto en mente ahora hay que enfrentarlo de una vez por todas: El poder que las palabras tienen sobre nosotros es, en esencia, nulo, inexistente, su poder se deriva de nuestras concesiones, de nuestra voluntad. Ese es el contexto del Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de La Bötie. La injuria es una espada muerta. Hay una lógica en el combate que inicia desde dentro, los antiguos mayas y nuestros chamanes guerreros lo formulan muy sencillamente: "yo soy simultáneamente el otro", todos los pensadores trascendentes de todas las culturas prácticamente han llegado a esta misma conclusión, aparentemente elemental pero en realidad casi insondable, a esta misma consciencia de tan absoluta soledad incompartible. Para el vacío interior sólo basta el yo, y al yo se le disciplina día a día, acto tras acto. Cuando se ama a alguien, se le ama desde uno mismo, se ama lo que se integra de uno mismo en el otro (y a veces tal esencia compartida es sólo un presentimiento y su desarrollo una revelación); por extensión, cuando se desprecia a alguien, se está despreciando uno mismo, y simultáneamente uno es merecedor del desprecio de los demás pues no ha sido sino uno mismo quien ha hecho propia esa concesión. Cuando nos tratan de herir con meras palabras, no hay que hacerlas propias, nunca hay que incubar un desprecio que terminará emergiendo sin duda en otro momento y lugar, quizás incluso contra inocentes. El acto pertenece al dominio de la finitud y la consecuencia.

Nada más honorable que poseer o ser un adversario, un adversario nos lleva hacia nuestros límites y nos ayuda a superarlos, nos mantiene ágiles y alertas, un adversario nos mejora. Con su odio, un adversario también nos ama. Pero incluso en ello existe una dignidad inherente, un adversario se escoge al igual que un aliado. Hay que escoger enemigos formidables pues son la medida de uno mismo, lo demás hay que ignorarlo, arrancarlo de raíz, no lo merecemos y no nos merece.

Finalmente hay una lección de humildad que no debo perder de vista: no es un insulto el ser llamado ignorante, si en ello hay una corrección manifiesta a mis actos, una transformación latente a la cual entregarse (pero si no es asi, debo ser paciente ante la ignorancia del otro). Ser ignorante y darse cuenta de ello no es ninguna mácula, al contrario, es un extraordinario privilegio (¿Pero entonces se es ignorante realmente?). Sólo de mis actos depende transformar la injusticia de un instante en la justicia del siguiente. Vivir una integridad emocional es difícil, llevarla hacia una sola dirección casi imposible... yo quiero ser responsable de una vez por todas de las consecuencias de todos y cada uno de mis actos...

Omnia Ad Unum